Comenzamos con una explicación del profe de historia Juan Zafra, sobre el papel de la mujer en la antigüedad. Algunas alumnas de latín recitaron poemas de Safo y Sulpicia, dos mujeres poetas de Grecia y Roma respectivamente. Se creó un clima estupendo, estaba la sala polivalente llena. Lo más emocionante fue cuando Ada, nuestra profesora de Lengua y Literatura, recitó algunos poemas suyos.
Si pinchas en "Más información" tendrás los poemas recitados y otros datos interesantes sobre las poetas.
Safo y Sulpicia
Quiero hablaros de Safo, una mujer
que vivió en la isla griega de Lesbos hace dos mil seiscientos años nada menos.
¿Cómo es posible que su voz llegue hasta nosotros desafiando no solo la barrera
del tiempo, sino también algunas otras barreras, como la intransigencia de una
sociedad dominada por valores masculinos?
Safo es la primera autora de poemas
de toda la literatura occidental y supone un fenómeno sumamente especial dentro
de la literatura griega.
Nació en Mitilene, en la isla de
Lesbos, una ciudad de pujante comercio y gran desarrollo cultural, mucho más
cerca de Asia y más influida por ella que por la Grecia continental.
De familia noble, Safo no fue ajena
a las convulsiones políticas de su época: fue desterrada o se exilió en Sicilia
como consecuencia de las enemistadas provocadas por la lucha política.
En cualquier caso, parece que desde
el año 590 a.C. Safo vive en Mitilene, donde se dice que “educaba a las mejores
muchachas de la isla y de Jonia”. La vida de Safo se desarrolla en un ambiente
femenino y sus poemas así lo reflejan.
El “círculo de Safo” es, en cierto
modo, la contrapartida de los clubs aristocráticos de varones, como el de su
contemporáneo Alceo. Pero Safo no habla de guerras ni de política. El tema erótico
es el dominante en su poesía, centrada en las relaciones de ella con sus
amigas: las quejas por el olvido, el dolor por la traición, la añoranza de la
muchacha que se ha ido…
“Lo más bello es aquello que uno ama”.
Ya desde la Antigüedad se intentó
explicar el extraño fenómeno de esta mujer única, que centra su vida y su
actividad en un círculo de mujeres, desdeñando los ideales de sus congéneres masculinos.
“Cómo preferiría yo ver el amable paso de
Anactoria y el resplandor de su rostro, antes que los carros de guerra de los
lidios en armas marchando al combate”.
Según
una tradición muy dudosa, su apartamiento de los hombres se debería a una decepción
amorosa con un tal Faón, que no la correspondió. Safo se habría suicidado arrojándose
al mar desde una roca, incapaz de soportar la vida sin el amor de Faón. Más
plausible parece que esta explicación fuera inventada a posteriori por hombres
incapaces de soportar que una mujer de la inteligencia y sensibilidad de Safo,
les ignorara, prefiriendo la compañía y el trato con mujeres.
Esta
leyenda que ve en el amor desgraciado de Safo por un hombre, el origen o la
causa de su inclinación hacia las mujeres, muestra claramente cómo la visión
masculina, ni entonces ni ahora, ha sabido entender a estas mujeres. Y, por
tanto, para explicar un comportamiento que ni entienden ni aceptan, no se les
ocurre otra cosa que convertirlas en mujeres fracasadas en su condición de
esposa y madre, el único modelo asumible por la tradición masculina. Pero estos
hombres no acaban de comprender que el tipo de sociedad patriarcal que ellos
imponen deja muy poco margen al desarrollo cultural y emocional de la mujer. La
consecuencia es que muchas mujeres no aceptan las condiciones de vida de ese
marco tan estrecho.
Y Safo
fue una de ellas.
La
tradición sobre Safo se debate entre las siguientes opciones: ¿era una mujer
casera y trabajadora? ¿era una prostituta? ¿o era una depravada y amante de
mujeres?
Como
vemos, ya se trate de admiradores o detractores, el resultado es encasillar a
Safo y asignarle un papel que encaje en la estructura social masculina.
A pesar
de todo, hay que decir que el aprecio
que los escritores antiguos sintieron por Safo es evidente tanto en Platón,
como en los poetas latinos Horacio, Catulo y Ovidio.
Hoy,
2.600 años después de su muerte, hemos olvidado las preocupaciones militares y
políticas de su coetáneo Alceo y, sin embargo, seguimos emocionándonos con los
poemas de Safo. ¿Por qué será?
Me
gustaría hablar también de otra mujer, Sulpicia. Una aristócrata romana del s.
I a. C. que representa la única presencia femenina de la literatura latina.
Huérfana
de padre, su tío Mesala fue su tutor, lo que le permitió cierta emancipación,
ligada a la holgura de su condición social y al hecho de que estaba en el
epicentro de la creación literaria de su momento. Gracias a que Mesala fue uno
de los grandes mecenas de la Antigüedad, y que compiló la producción de los
poetas que tenía a su cargo, se nos han conservado los poemas de su sobrina
Sulpicia junto a los versos del prestigioso poeta Tibulo.
Además
de ser la única escritora romana de la que tenemos noticia, Sulpicia se atreve
a firmar su obra y a declarar abiertamente en sus versos su amor por su
enamorado Cerinto.
Aunque
la mujer romana tenía más libertad que la griega (esto tampoco es decir mucho),
no era en absoluto normal que una mujer se atreviera a hablar con tal claridad
y desenfado de su amor por un hombre. Y esto es lo que hace Sulpicia en sus
versos: reconoce que le avergüenza más haber ocultado su amor que
descubrirlo; ha tenido a su enamorado
entre sus brazos y ha gozado de él. Declara sin tapujos que su placer es
envidiable y no quiere disimular por más tiempo.
Reprocha
a su tío que la obligue a abandonar la ciudad con motivo de la celebración de
un cumpleaños familiar. Se queja sin reparos, porque ¿qué le puede ofrecer el
campo, cuando su amado permanece en la ciudad?
El amor del que nos habla Sulpicia
no tiene nada que ver con el matrimonio. Recordemos que tanto en Grecia como en
Roma, el matrimonio tiene como única finalidad la preservación del linaje. ¿Qué
amor o placer podría sentir una joven por un marido que le habría impuesto su
padre y que seguramente doblaría su edad?
Desde
luego, el amor y la pasión que destilan los poemas de Sulpicia y de Safo, nada
tienen que ver con el matrimonio.
Lo que
más asombra al leer los versos de Sulpicia es la frecura y el desenfado con que
manifiesta su placer y sus deseos completamente satisfechos.
Es tal
su sinceridad al expresar sus sentimientos, que, a pesar de ser una mujer
perfectamente identificada, no han faltado quienes pretendieran que Sulpicia
solo era el seudónimo que ocultaba a algún varón. Volvemos a encontrar aquí,
como ya vimos en el caso de Safo, un intento absurdo de explicación de algo que
ni se entiende ni se quiere entender.
Safo y Sulpicia fueron dos mujeres
atípicas y, por supuesto, incomprendidas. Y no es que se rebelaran contra la
sociedad en la que vivían; no fueron en absoluto unas subversivas que
pretendieran imponer sus valores. No.
Solo fueron dos mujeres que
buscaron los cauces para expresar libremente sus anhelos y sus pasiones en un
mundo que se los negaba.
SAFO
Me parece que es igual a los dioses
el hombre aquel que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha mientras
dulcemente hablas
y encantadora sonríes. Lo que a mi
el corazón en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte
me siento, infeliz.
Inmortal Afrodita, la de
trono pintado,
hija de Zeus, tejedora
de engaños, te lo ruego:
no a mí, no me sometas a
penas ni angustias
el ánimo, diosa.
Pero acude acá, si
alguna vez en otro tiempo,
al escuchar de lejos de
mi voz la llamada,
la has atendido y,
dejando la áurea morada
paterna, viniste,
tras aprestar tu carro.
Te conducían lindos
tus veloces gorriones
sobre la tierra oscura.
Batiendo en raudo ritmo
sus alas desde el cielo
cruzaron el éter,
y al instante llegaron.
Y tú, oh feliz diosa,
mostrando tu sonrisa en
el rostro inmortal,
me preguntabas qué de
nuevo sufría y a qué
de nuevo te invocaba,
y qué con tanto empeño
conseguir deseaba
en mi alocado corazón.
“¿A quién, esta vez
voy a atraer, oh
querida, a tu amor? ¿Quién ahora,
ay Safo, te agravia?
Pues si ahora te huye, pronto va a
perseguirte;
si
regalos no aceptaba, ahora va a darlos,
y
si no te quería, en seguida va a amarte,
aunque
ella resista.”
Acúdeme
también ahora, y líbrame ya
de
mis terribles congojas, cúmpleme que logre
cuanto
mi ánimo ansía, y sé en esta guerra
tú
misma mi aliada.
* * *
Dicen
unos que un ecuestre tropel, la infantería
otros,
y ésos, que una flota de barcos resulta
lo
más bello en la oscura tierra, pero yo digo
que
es lo que uno ama.
Y
es muy fácil hacerlo comprensible a cualquiera.
Pues
aquella que mucho en belleza aventajaba
a
todos los humanos, Helena, a su esposo,
un
príncipe ilustre,
lo
abandonó y marchóse navegando hacia Troya,
sin
acordarse ni de su hija ni de sus padres
en
absoluto, sino que la sedujo Cipris.
…
…
También a mí ahora a mi Anactoria ausente
me
has recordado.
Cómo
preferiría yo el amable paso de ella
y
el claro resplandor de su rostro ver ahora
a
los carros de guerra de lo lidios en armas
marchando
al combate.
*
* *
Aquí
ven, a este templo sacrosanto de Creta,
donde
hay un gracioso bosquecillo sagrado
de
manzanos, y en él altares perfumados
con
olor de incienso.
Aquí
el agua murmura por las ramas
de
manzano, y todo el recinto está sombreado
por
rosales, y en su follaje que la brisa orea
se
destila sopor.
Aquí
el prado donde pacen los caballos ya está
florido
con flores de primavera, y soplan
suavemente
las brisas...
Acude,
pues, tú, Cipria, coronada de guirnaldas,
para
verter grácilmente en nuestras copas de oro
el
néctar que ya está aderezado y escáncialo
en
nuestros festejos.
*
* *
Cual
la manzana que se cubre de rojo en la alta rama,
en
la rama más alta, y los recolectores la olvidan...
¡Pero
no, no la olvidan, es que a ella no pueden llegar!
*
* *
Amor
ha sacudido mis sentidos,
como
el viento que arremete en el monte a las encinas.
SVLPICIA, HIJA DE SERVIO
Por fin llegó el Amor, y me avergüenza
más haberlo ocultado que desvelarlo ahora.
Vencida por mis musas, Citerea lo trajo aquí
y lo puso entre mis brazos.
Sus promesas cumplió Venus: que envidie mis placeres
aquel de quien se dice que no los tuvo nunca .
No quiero ya contarlo en tablillas selladas
para que solo él pueda leerlo,
que me gusta pecar y ya me aburre seguir
disimulando. Digna seré de aquel que me merece.
.
Se me presenta odioso el cumpleaños que he de pasar
aburrida en el campo y triste, sin Cerinto.
¿Qué puede haber más dulce que la ciudad? ¿Pueden serlo
un cortijo o las aguas heladas del campo aretino?
Déjalo ya, Mesala, no cuides más de mí, déjate ya
de tanto viaje inoportuno, pariente mío cruel.
Lejos de aquí pierdo mi corazón y mis sentidos todos,
ya que no me permites estar como yo quiero.
.
¿Sabes que ya no hay triste viaje según quería tu chica?
En Roma puede ya pasar su cumpleaños.
Que con todos vosotros celebre el día aquel
que llega ahora como tal vez no esperabas.
.
Me alegro de que estés tan seguro de mí,
de que pienses que no he de dar un mal paso por ingenua.
Que la preocupación por la toga o una prostituta
con su cestillo sean más importantes para ti
que Sulpicia, la hija de Servio:
se inquietan por mí quienes todo lo cifran
en que no me deje llevar a un lecho desconocido.
.
¿Te preocupas de tu amada, Cerinto, piadoso,
de que abrasa la fiebre mis fatigados miembros?
Ah, no querría yo vencer mi triste enfermedad
si no supiera que es
también tu deseo.
¿De que me vale vencer mi enfermedad?, ¿de qué, si tú,
con pecho indolente, soportas nuestros males?
.
Luz de mi vida, no sea yo para ti férvida cuita
(como creo haberlo sido hace algún tiempo),
si es que mi juventud ha cometido
alguna estupidez de la que arrepentirme deba,
como cuando te dejé solo la pasada
noche, loca por ocultar este ardor mío.
qué maravilla!
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